The Rey Lear fue escrita por William Shakespeare entre 1603 y 1606. Para su redacción, el autor se basó en obras anteriores que todavía circulaban a principios del siglo XVII. Dos de ellas son la Historia Regum Brittaniae, escrita en latín por el clérigo Geoffrey de Monmouth (siglo XII) y La Reina de las Hadas, poema épico atribuido a Edmund Spencer (autor del siglo XVI).
De cualquier modo, la versión de Shakespeare es superadora de las anteriores ya que presenta la locura de Lear como resultado de sus sufrimientos y, además, inventa una historia paralela (la de Gloucester).
Curiosidades de su representación:
Muchos directores teatrales, a lo largo de la historia, modificaron el guión y le dieron un final feliz, por considerar que el mensaje pesimista de la obra no podía resultar soportable para el público de la época. Así, por ejemplo, Nahum Tate, en 1681, aporta una historia de amor entre Cordelia y Edgar, que sirve para justificar la negativa de la hija a responder la pregunta de su padre al comienzo de la obra. Esta versión fue muy exitosa. Recién en 1838, Macready recupera el texto original casi en su totalidad.
Palabra y realidad.
Tanto Lear como Gloucester modifican radicalmente, a través de su experiencia, su concepto inicial de la relación entre las palabras y la realidad (entre lo que se dice y las intenciones que subyacen al discurso). La situación desencadenante de los acontecimientos en ambos casos tendrá como núcleo significativo la errónea interpretación por parte de Lear y Gloucester de las palabras de sus hijos.
La palabra “Naturaleza” en la obra.
“Naturaleza” es una de las palabras claves de la obra. Por ejemplo, para Gloucester y Lear la “naturaleza” representa el requerimiento mutuo de protección entre padres e hijos. En este sentido, recordemos las palabras de Gloucester en la segunda escena del acto inicial: “Estos últimos eclipses de sol y de luna no nos presagian nada nuevo…la naturaleza se encuentra azotada por los efectos que le siguen. El amor se enfría, la amistad cesa, se enfrentan los hermanos…y el vínculo se rompe entre el hijo y el padre. Edmund, procede con Cautela…” (leer el pasaje en su totalidad). Si bien él está aplicando esta visión al hijo equivocado, los síntomas y el diagnóstico son correctos. Lo que él tipifica en los eclipses de sol y de luna , que podrían ser elementos de la naturaleza subvertidos (anunciadores de catástrofes), se refieren a Edmund , aunque él, con un grado de ignorancia semejante al de Lear, los atribuye a Edgar. Edmund se burla de la opinión de su padre: “De aquí la excelente estupidez del mundo, que, cuando nos hallamos mal con la fortuna, lo cual acontece con frecuencia por nuestra propia falta, hacemos culpables de nuestras desgracias al sol, a la luna a y a las estrellas como si fuésemos villanos por conjunción celeste: …ladrones y traidores por el predomino de las esferas…”. Aquí queda, entonces, planteada la oposición entre la “predestinación” y el “libre albedrío”. Dentro del concepto de predestinación (representado por Gloucester), las catástrofes naturales o la subversión de un supuesto orden indican un destino adverso o la aparición de grandes peligros y demás. Dentro de la concepción de Edmund, el libre albedrío sería lo que impera. Para él, el hombre es capaz de vencer los designios de la naturaleza.
En términos más sencillos: para Gloucester, el destino es lo único que rige; para Edmund, la voluntad individual del ser humano es lo que puede solucionarlo todo. Shakespeare nos quiere dar a entender que ambas posturas son erróneas.
Es interesante señalar que Gloucester, con la idea de la predestinación, adhiere una creencia del hombre como algo instituido desde afuera, más allá del accionar del individuo. Mientras que, para Edmund, la injerencia del individuo y su voluntad de torcer los destinos parecería implicar que la ruptura del orden es lo que puede mejorar la condición humana.
Para sintetizar, los dos conceptos básicos de naturaleza que se presentan en la obra son: la naturaleza como orden establecido y la naturaleza como voluntad individual.
Fuentes;
-clases teóricas dictadas por la prof. Laura Cerrato en la Cátedra de Literatura Inglesa, UBA.
-William Shakespeare, El Rey Lear, Editorial Cátedra.
A continuación les presento una síntesis de un artículo sobre la obra:
EL REY LEAR: la Naturaleza como medida de todas las cosas.
(El siguiente estudio se basa, principalmente, en el análisis exhaustivo de la segunda escena del tercer acto. Allí Lear increpa a los elementos de la naturaleza).
Si bien tenemos pocos detalles de su vida –por algo se lo conoció como “el hombre de hierro de la literatura”-, sospechamos que Shakespeare habría conocido la obra de Thomas Harriot, un matemático y astrónomo que investigó las creencias y costumbres de tribus amerindias. Es altamente probable que, a partir de estos estudios, haya tomado nuestro dramaturgo la idea de la Naturaleza como una entidad en sí misma, en contraste con el hombre, con la sociedad y cultura humanas, e incluso con D´s.
Este concepto de la naturaleza como un poder impersonal con sus propias leyes y rituales, parecería ser el que subyace en la El Reay Lear. Pienso que la utilización de este concepto podría ser la razón de que Lear acabe convirtiéndose en una tragedia tan indigerible, pues ¿no son las normas de la Naturaleza a menudo tan aparentemente despiadadas, indigeribles, insoportables para los hombres? (Acto III, Esc 2, versos 45-48: “Desde que soy hombre/ tal cortina de fuego y estallido de truenos,/ tales gemidos de rugiente viento y lluvia, no/ recuerdo haber oído. La naturaleza humana no puede soportar/ ni la aflicción ni el miedo”.
Tengamos en cuento que el autor nos sitúa, más que en ninguna otra de sus obras, en un tiempo tan remoto como indeterminado, sin duda profundamente naturalista.
Shakespeare nos presenta una obra que podríamos clasificar como indigerible e incalificable, perturbadora de la imaginación del hombre desde entonces hasta nuestros días. Pues, en su centro, hay una Naturaleza que no se puede llenar con nada humano ni, para el público europeo, divinamente reconocible, donde el hombre, Lear, por mucho que grite e increpe, no dice nada y sólo invoca una nada anticipada y epilogada en el primer y último silencio de Cordelia, y, desde luego, en la muerte de tantos personajes. Una nada por la que campa a sus anchas la aparente gratuidad de tanto sufrimiento, provocada por la cadena de errores de juicio, por el exceso de amor y su ausencia, que configuran la historia, pero que en el fondo, tiene sentido porque la Naturaleza es así, de designios inescrutables a los cuales hay que someterse, como posteriormente a ella serán los del Dios del mundo civilizado. Pero claro, ¿quién, en tiempos de Shakespeare o anteriores, se había atrevido a mirarle a la cara a semejante verdad y exponerla a la luz pública, popular? ¿Y cuánto tiempo se ha tardado, después de él, en hacerlo? Si hubo incluso que cambiarle el final a la obra durante tantos años.
Por esto es la Naturaleza, en mi opinión, el gran tema de la obra. El caos de muertes en que se sume la obra debido a la cadena de errores de juicio de los personajes tiene su punto de inflexión en la invocación que Lear hace a los dioses Naturales en el páramo. Al más puro estilo indígena, la tormenta posee a Lear como en un ritual (segundo fragmento escogido, cuando Lear habla de la “una tormenta en mi espíritu…”), y se consuma la ley más natural de todas: la muerte, barriendo a unos y otros, malvados e inocentes. Es la ley natural.
En los actos centrales de la obra, del II al IV, la acción queda en cierto modo relegada a un segundo plano, es escasa y el autor se centra en el drama interno de Lear, especialmente a partir del acto III cuando nos encontramos en el páramo. Es en ese lugar, durante la tormenta, que Lear sufre su transformación interior, en especial desde que se refugia en el caseto y la tormenta pasa a estar dentro de él (“una tormenta en mi espíritu…”, III, iv, 12). E, igual que la locura, reestablece la razón en Lear y la ceguera la capacidad de visión en Gloucester, la tormenta restaura el mundo. La Naturaleza no fuerza a todas las cosas de vuelta a su lugar sino que arrasa indiscriminadamente con todo (ya nos lo había avisado el Bufón: “He aquí una noche que no se compadece ni del sabio ni del loco”), dejando a su paso un escenario cubierto de cadáveres y unos desangelados supervivientes que han perdido la fe pero que deben seguir adelante porque es condición de vida hacerlo
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